TODO EMPIEZA Y TERMINA, POR ALGUNA RAZON...

Ella, tenía poco más de cuarenta años, pero parecía que rondaba los cincuenta. Las raíces oscuras de sus cabellos, pedían a gritos una visita a la peluquería. Para empeorar aún más la descuidada imagen de aquella cabeza, mechones deshilachados de pelo, se enroscaban al rededor de rulos, que le colgaban por todas partes.

Lo que había debajo, no era mucho mejor, una bata guateada, de esas horribles que recuerdan la época de “Cuéntame...” y unos pies, perdidos en unas pantuflas peludas y gigantescas, con forma de pezuña de oso montañés.

Eran, poco más de las siete de la mañana, de un triste lunes de otoño.

Mientras la radio informaba que continuaría el tiempo lluvioso, ella con movimientos desganados, preparaba el desayuno de la familia. Poco a poco, entre bostezos y malas caras, fruto de los excesos del fin de semana, fueron desfilando los hijos y el marido, quienes sin apenas cruzarse palabra, enfrascados en sus propios pensamientos, hicieron desaparecer el café, la leche y las tostadas.

En pocos minutos, todos salían rumbo a sus ocupaciones. Ella se quedó sola, acompañada únicamente, del eco de sus reproches, su amargura y las cuñas radiofónicas que sordamente, se deslizaban por todos los rincones de la casa.

Él, con las manos al volante y sus pensamientos bien lejos, recordaba, como la noche anterior, a su mujer le había dolido la cabeza, exactamente igual, que venía ocurriéndole en los últimos cien meses. Pensaba, como ya ni se acordaba, de la última vez, que ella se había acurrucado a su lado, buscando el calor de su cuerpo y escudriñaba sus recuerdos, deseando encontrar la imagen de la última vez, que la vio sonreír.

Como siempre, llegó a la fábrica, diez minutos antes, que el resto. Colgó su gabardina en el perchero, apoyó el maletín sobre la mesa de su despacho y perdido entre sus grises pensamientos, se dejó caer pesadamente sobre el sillón. Luego, con desgana, encendió el ordenador.

Fuera de la oficina, comenzaba a sentirse el bullicio de la gente que se incorporaba a sus respectivos puestos de trabajo. El sonido de unos golpecitos, le hicieron volver...

-Adelante- dijo.

Disimuladamente hizo, como que hacía algo. Mientras con el rabillo del ojo, vio asomar por el quicio de la puerta, una melena roja, bajo ella, una sonrisa fulgurante y una voz cantarina, que le preguntó si le traía un café. Sin levantar la mirada asintió y el canturreo que acompañaba la sonrisa y la melena, desaparecieron de nuevo tras la puerta. Hacía, al menos cinco años, que trabajaba con ella y nunca hasta hoy, había notado aquella intensa fragancia a flores, que de pronto flotaba por toda la habitación.

Intentaba concentrarse en el trabajo, pero su mente se esfumaba por la ventana.

De pronto se encontró, en el instituto del barrio, justo al lado de la tapia, situada al fondo del patio, donde tantas veces, “el Greñas”, él y aquel capullo, escuchumizado “del Berzas”, quedaban siempre diez minutos antes de entrar en clase, para pasarse los deberes.

El Berzas, no es que fuera mal tío, ocurría que siempre se les acoplaba, al único objeto de ir corriendo al director, si se les ocurría, muy de cuando en cuando, liarse algún pitillo.

Habían jurado mil veces partirle la cara, si volvía a las andadas. Pero, una y otra vez los engatusaba con la perfección de sus apuntes y el hecho de que fuera el único de la clase , al que siempre le cuadraban las operaciones. Ante la disyuntiva de un suspenso y una bronca, siempre optaban por lo segundo. Aquel año además, les tocaba presentarse a selectividad y mal que bien, era mejor aguantarle pensando en el futuro, que cumplir sus deseos más profundos, de reventarle los morros.

Todas las mañanas, mientras se encontraban en la operación de trasvase de ejercicios, pasaba junto a ellos la rubia más despanpanante del instituto y al unísono, las tres cabezas, que minutos antes se incrustaban en los cuadernos, se levantaban embobadas mirándola cruzar. Su mente se deslizó un poco más y lo trasladó, al último baile que celebraron antes del verano, aquel, en el que la rubia más deseada del instituto, le había dicho a él... Si, justo a él... Que sí.

De nuevo, a velocidad de vértigo, se encontró, diciendo de nuevo sí, ante el altar, de nuevo sí, ante aquel miserable tirano, que había sido su primer jefe; de nuevo sí, cuando su esposa sin salir de la cama, le pedía que se levantara a dar el biberón a los tres niños, y cuando a rastras, le llevó a estampar su firma bajo la escritura de aquella monumental hipoteca. También sí, a aquellas tediosas comidas y cenas en casa de su suegra, sí, a alejarse de sus amigos y miles de “sies” a sus jaquecas, sus caprichos y sus neuras. Sus sies, no pudieron evitar que se convirtiera en la amargada, con la que ahora convivía.

Echaba la vista atrás y le era imposible recordar la cantidad de veces que había dicho “SÍ”, cuando por dentro un “NO” enorme luchaba por salir y que alguna vez, había estado a punto de escapársele...Y ahora deseaba, más que nada, haberlo dejado salir, quizá todo hubiera sido diferente.

La mañana, se le había consumido, sin a penas darse cuenta, mientras su mente le había arrastrado por los últimos veintidos años de su vida... De nuevo, sonaron unos golpecitos en la puerta y tras ellos, la cabellera roja, los ojos chispeantes y una sonrisa que lo iluminó todo...

¿Necesitas algo, Luis?

Esta vez, levantó la cabeza, la miró despacio, tragó saliva y mientras respiraba aquella fragancia a flores que lo embriagaba todo, le dijo:

Te invito a comer...

También vosotros, sed felices... Muchos besos